Ping Pong en China

La mesa ha sido montada con una tabla de madera escogida de entre los restos de una obra cercana y se asienta sobre dos cubos de basura y unos ladrillos, para ganar algo de altura. La red es un montón de piedras y las palas –fabricadas manualmente por los muchachos del barrio– están tan agujereadas que podrían pasar por matamoscas. “Listo”, dice el pequeño Shaiming, que apenas levanta la cabeza por encima de la mesa. “Lista”, responde Chow, una diminuta china que mueve las trenzas a cada golpe. Y la bola empieza a ir de un lado a otro de la red, acompañada de un sonido inconfundible en casi todos los pueblos chinos:
“Ping, pong, ping, pong, ping…”



En la calle principal de Fengdú, uno de los pueblos a la vera del Río Yangtsé, la falta de medios nunca ha estropeado a los vecinos una tarde de tenis de mesa. Puede que el fútbol haya empezado a apasionar a los chinos y que la gimnasia haya dado al país muchos días de gloria en los Juegos Olímpicos, pero no hay ningún otro deporte que se practique más en China.




Sus líderes lo han usado en los encuentros diplomáticos. Los adultos lo ven como la única forma de mantener los reflejos, mientras que para millones de niños es la puerta a una vida mejor, de la misma forma que el fútbol lo es para los desheredados en Brasil y el cricket en La India. “Jugamos todas las tardes, hasta que se hace oscuro y no vemos la bola”, cuenta Shaiming en este pueblo de la provincia de Sichuán. “Quiero ser un campeón”.



En las ciudades es raro encontrar un colegio que no tenga su mesa de ping-pong. China es el mayor fabricante de palas del mundo; cuenta con el mayor número de practicantes y copa todas las listas profesionales: siete de las 10 primeras jugadoras del mundo son chinas y los primeros cuatro puestos del ranking masculino están ocupados por chinos, entre ellos, uno de Taiwan. Los jugadores orientales apabullan de tal manera en las competiciones mundiales que la Federación Internacional de Tenis de Mesa ha estudiado, en los últimos años, cambios en el sistema de puntuación y en otras reglas del juego para limitar su hegemonía.



Los chinos han sentido una atracción irrefrenable por este deporte desde que cruzó sus fronteras a principios del siglo pasado. El tenis de mesa había nacido mucho antes como divertimento social en Reino Unido, a inicios del siglo XIX. A la elite inglesa se le ocurrió entretener las sobremesas convirtiendo las mesas del salón en tableros, dividirlas en dos mitades con libros e improvisar el resto: tapas de cajas de puros hacían de raquetas y los corchos de botellas de champaña de pelotas, según cuentan las crónicas de la época.



El deporte, una vez modernizado, fue llevado a Asia por diplomáticos y viajeros británicos, aunque la dominación china no empezaría hasta los años 60, cuando el país se encontraba aislado del resto del mundo y el régimen comunista empezó a entrenar a sus atletas con el propósito de demostrar que los chinos, a pesar de su menor envergadura física, podían batir a los occidentales en cualquier disciplina. Con el tiempo, utilizarían su deporte favorito para metas más ambiciosas y, con la conocida como diplomacia del ping-pong, abrieron su país al mundo occidental.



Relaciones internacionales. En 1971 se habían producido los primeros contactos entre Washington y Beijing, tras un largo periodo de Guerra Fría. Un equipo de jugadores estadounidenses se encontraba en Japón disputando el Campeonato del Mundo (el primero se celebró en 1926) y recibió una sorprendente invitación: China requería su presencia para protagonizar partidos de exhibición en Beijing. Poco después, se conviertían en los primeros ciudadanos estadounidenses que entraban en la Chinacomunista desde la llegada al poder de Mao Zedong, en 1949. Los anfitriones derrotaron a sus invitados en los encuentros amistosos, sin embargo, por encima del juego se había iniciado lo que el entonces primer ministro chino, Zhou Enlai, describió como 
“un nuevo capítulo en la historia de las relaciones entre los pueblos americano y chino”.
Posteriormente, el equipo nacional chino correspondió con una visita a Estados Unidos, y un año después el presidente Richard Nixon viajaba a China en una misión histórica que había empezado a fraguarse con aquellas primeras partidas.



Que la máquina de fabricar campeones creada por Mao sigue bien engrasada lo demuestra la continua producción de talentos. Cientos de jóvenes entrenan desde el alba en centros de alto rendimiento, como el de Shanghai, donde el régimen comunista prepara a los futuros campeones olímpicos, quienes corren hasta 24 kilómetros diarios para estar en forma.
El ruido en la sala de ping-pong es ensordecedor, con decenas de pelotas yendo de un lado al otro del tablero y niños de entre cinco y 10 años lanzando su grito de guerra –“Uahhhhhhhh”– con cada golpe. Todos quieren ser como Ma Lin, el actual campeón del mundo y, con 34 años, uno de los deportistas más admirados del país.



Existe un dicho en Beijing que asegura que el país tiene tres poderes: el Partido Comunista Chino, el Ejército de Liberación Popular y el Equipo Nacional de Ping-Pong. Las autoridades deportivas se toman tan en serio las actuaciones de su escuadra que han impuesto entre sus jugadores y jugadoras severos códigos de conducta. El pasado diciembre, seis miembros del equipo fueron llamados a filas por romper una de las reglas principales: “Mantener relaciones amorosas con compañeros/as”. Cuatro de ellos fueron retirados del equipo y enviados de regreso a sus clubes regionales. La estrella nacional, Ma Lin, recibió un perdón especial para que pueda participar este verano en los Juegos Olímpicos de Atenas (en 1988 se produjeron las primeras competiciones olímpicas)
“Nuestros jugadores no son ciudadanos normales. Son soldados que deben mantener la disciplina para poder triunfar”,
ha asegurado el entrenador nacional, Cai Zhenhua.
 


Las competiciones están lejos de ofrecer el dinero que reparte el tenis, su hermano mayor. El circuito profesional de la Federación Internacional de Tenis de Mesa, con sus 15 competiciones, repartirá 1,5 millones de dólares en premios en 2004, menos de lo que entrega cada año cualquiera de los cuatro grandes torneos de tenis. Aun así, quienes logran destacar en China pueden cuadruplicar sus ingresos con campañas de publicidad y ayudas estatales y, lo que es más importante, obtener el reconocimiento y la fama en un país donde destacar choca a menudo con la estadística de compartir las oportunidades con 1.300 millones de personas. 




La popularidad del tenis de mesa en el mundo no ha dejado de crecer desde que, en 1902, la aparición de un libro –El juego del ping-pong y cómo jugarlo– supusiera su arranque como entretenimiento internacional. La Federación Internacional cree que se ha convertido ya en el segundo deporte más practicado después del fútbol, con más de 30 millones de jugadores inscritos en federaciones y clubes y un número de aficionados imposible de calcular (habría que registrar los garajes de medio mundo en busca de mesas).



Sólo en China, donde los partidos son retransmitidos en directo por la televisión nacional, juegan 100 millones de personas (tiene casi 1.300 millones de habitantes), aunque la cifra de aficionados es mayor. Una de las claves de su popularidad es que las autoridades chinas han sabido hacerlo accesible a todo el mundo. El material para jugar es barato, no se necesita mucho espacio y en los parques públicos de las grandes y medianas ciudades es normal que haya mesas de piedra que no requieren mantenimiento y que se han convertido en verdaderos centros de reunión social. Cuando ni siquiera hay un parque cerca, en pueblos como Fengdú, no hay problema: un trozo de madera, algo para apoyar la tabla y “ping, pong, ping, pong, ping…”.

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